El Mesías
- Collegium 1704 (Václav Luks) / Clásica
Elegancia y emoción checas para un Mesías
El Mesías, que G. F. Händel compuso en 1741, tan vinculado tradicionalmente a las festividades navideñas, es uno de esos oratorios que no nos cansamos de oír, especialmente cuando llegan servidos por formaciones especializadas como el Collegium 1704, una orquesta checa -unida al coro Collegium Vocale 1704- fundados en Praga en 2005 por el clavecinista Václav Luks. Desde entonces, y por su alta calidad, el combo se ha convertido en una de las orquestas barrocas europeas más solicitadas en festivales y programaciones -como el Festival de Salzburgo o el Centro de Música Barroca de Versalles.
El oratorio, sobre libreto de Charles Jennens, un devoto anglicano, y cuya primera acogida en su estreno en Dublín el 13 de abril de 1742 fue tibia, se desmarca de la influencia italiana en su obra anterior y ancla sus referencias en las pasiones alemanas. Compuesto en unas 3 semanas -Stefan Zweig dejó narradas las peripecias de su escritura identificando a El Mesías como la forma curativa con la que Händel resolvió sus dolencias por una apoplejía sufrida años antes- con unas prisas que dejaron sus huellas en los borrones de la partitura autógrafa de 259 páginas, Händel concibió El Mesías para unos efectivos modestos, pero a finales del siglo XVIII se impuso la moda de interpretarlo con formaciones gigantescas de hasta un coro de 2.000 cantantes y una orquesta de 500 músicos. Eso dio fama y solemnidad a la obra, pero también la enterró en un pesado gigantismo musical del que fue rescatada por el movimiento historicista que reivindicó la transparencia y suavidad de sus 53 números, algunos tan populares como And the glory of the Lord…, O thou that tellet Good Tidings to Zion o For unto Us a Child is Born, entre muchos, más el celebérrimo Aleluya que, según la leyenda, el rey Jorge II escuchó de pie en el Covent Garden de Londres en 1743 obligando a todo el teatro, por orden de protocolo, a ponerse igualmente de pie. Hoy, ese gesto es una metáfora de reconocimiento a la genialidad de un compositor que llevó la coralidad hasta un extremo deslumbrante.